Hablemos sobre erotismo

Sobre dos virginidades: de coño y de publicar un libro

Sobre dos virginidades: de coño y de publicar un libro
Recuerdo muy bien que por los días en que con el noviecito de aquel entonces, que era mi novio porque era el ex de la amiga que me quitó el primer novio, nos calentábamos los calzones, yo me sentía, a los dieciséis años, como se sienten los matrimonios después de treinta años: cansada y acostumbrada a no sentir nada más que compañía ociosa y pesada.. 

Estaba a punto de terminar el colegio y sabía que ese fatídico adjetivo que tienen las mujeres cuando no han sido penetradas se me precipitaba más y más a la fecha de entrar en la universidad, lugar al que no quería llegar sin haberme desprendido del dichoso manto.

Lo poco que había escuchado de sexualidad era que tenía que suceder con alguien muy especial en un momento muy especial, que se “entregaba” a alguien que lo mereciera, que iba a sangrar la primera vez y que tenía el riesgo de terminar con sida y embarazada.

En todo caso, cuando me pareció que ya el tipo “se lo merecía”, pero sobre todo, cuando yo veía inminente terminar la relación con él, lo hicimos. Pero no sangré.

No sangré ni la primera ni la segunda, y no fue porque estuviese muy excitada ni eufórica. Porque como ya dije, lo que yo necesitaba, siendo más concreta, era quitarme esa carga de “hacerlo con alguien especial y entregárselo a alguien que lo mereciera” de encima. Recuerdo que me daba ansiedad esa carga, especialmente, porque sospechaba que nunca iba a saber elegir ese tipo que “lo merecía” y mucho menos iba a llegar pronto ese momento donde me sintiera tan amada que entonces sí podía follar por primera vez. No sangré en ese momento y de hecho mucho tiempo después me enteré que una podía desprenderse del dichoso manto, sin darse cuenta, por ejemplo, montando bicicleta y chocando con un andén por no saber frenar la bicicleta. 

Como yo ya lo sabía, a las pocas semanas terminé con el tipo. En ese momento pensaba, como es típico, que la vida nos iba a volver a reencontrar y que él sería el papá de mis hijos, porque yo esas cosas se supone que ya podía saberlas. 

Ahora lo recuerdo como el sexo más aburrido y poco excitante del mundo. Lo recuerdo como una tarea que había que cumplir para no llegar al siguiente nivel sin haber visto en vivo y en directo un pene erecto, sin haber sentido una carne dura dentro mío, sin haber -fingido un- gemido. Lo recuerdo como lo que fue: dos niños jugando a follar.

El día que decidí publicar el único libro de cuentos que he escrito lo hice impulsada un poco por la misma sensación de quitarme el himen de escritora. Como si para escribir de verdad con sed tuviese que ser escritora primero. Y para ser escritora tuviese que escribir un libro primero. Como cuando pensaba que para follar tenía que haber “follado” primero. 

Un día, mientras dejaba unas copias del libro en una de las librerías que lo venden, escuché a uno de los libreros referirse a otro libro como “una mala primera edición”. Una mala primera edición es exactamente lo que yo logré con aquel novio de entonces y con este libro mío: hacerlo antes de que fuera demasiado tarde.

Las autopublicaciones, además, tienen ese riesgo que parecía tener el sexo en el colegio: el sida o el embarazo. Porque quedas marcada de por vida. Ella, que se acostó con el noviecito tan jóven, y véala, ya no es digna de una editorial. Pero lo hice y ya no llevo el manto. Eso me da una suerte de confianza en la vida. Ya por lo menos estoy familiarizada con los penes y de cómo quiero que me toquen. Y sé, como mínimo, hacer libros.

Ahora, ni follar significa que folle rico ni hacer un libro significa que escriba bien. Hay que tener paciencia. Hay que saber usar los frenos de la bicicleta. Hay que saber esperar. Hay que corregir tantas veces el mismo cuento que te lo sepas casi de memoria. Y olvidarlo para poder volver a verlo. No hay que hacer primeras malas ediciones. Pero para follar rico hay que follar primero y para escribir bien hay que hacer primeras malas ediciones.



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